El domingo pasado, las elecciones arrojaron un claro mensaje: a la gente no le importa la macroeconomía. En un contexto de crisis, el gobierno nacional enfrenta su peor momento, y la desesperación se siente en el aire. Javier Milei y su equipo, a pesar de sus intentos de mostrar una economía ordenada, no logran convencer a un electorado que se siente cada vez más ahogado por la inflación y el desempleo.
La inflación, que el gobierno había presentado como un indicador de fortaleza, ha alcanzado un alarmante 1,9%. Sin embargo, este dato no se traduce en una mejora en la calidad de vida de los ciudadanos. El consumo sigue cayendo y las pequeñas y medianas empresas están siendo destruidas por las excesivas importaciones permitidas por la administración actual. La desconexión entre la macro y la microeconomía es evidente: mientras el gobierno insiste en que la macro está controlada, la realidad cotidiana de la gente es cada vez más dura.
Las figuras del PRO, como Santili, Ritondo y Valenzuela, intentan regresar al poder, pero sus esfuerzos parecen ser en vano. La desesperación es palpable, y el color violeta que han adoptado no logra ocultar la crisis que atraviesan. La situación es crítica, y el mensaje de las urnas es claro: la economía puede estar “ordenada” en los papeles, pero si no llega a la gente, no habrá apoyo ni votos.
El futuro de Milei y su gobierno está en juego. La incertidumbre se cierne sobre el panorama político, y el tiempo se agota. La gente ha hablado, y su mensaje es inequívoco: la macro no importa si la vida cotidiana se deteriora. La pregunta ahora es: ¿qué hará el gobierno para revertir esta tendencia y recuperar la confianza del pueblo? La respuesta se vuelve más urgente con cada día que pasa.