Óscar Pulido, un ícono del cine mexicano que brilló en la época dorada del séptimo arte, ha sido olvidado en la penumbra de la traición y la ingratitud. Su trágica historia, marcada por el sacrificio y el abandono, resuena con fuerza en un momento en que el país recuerda a sus leyendas. A los 68 años, Pulido falleció en un estado de aislamiento y desesperación, víctima de una diabetes que lo consumió mientras su protegida, la joven actriz Carla Larraga, alcanzaba la fama.
En los años 70, Pulido, ya un veterano en la industria, encontró en Carla una razón para revivir su espíritu, una oportunidad de redención tras la dolorosa pérdida de su hija. Sin embargo, lo que comenzó como un vínculo de mentoría pronto se transformó en una relación desequilibrada. Mientras él le abría puertas y sacrificaba su estabilidad financiera, ella ascendía en la industria, alejándose cada vez más del hombre que una vez le dio todo.
La traición se hizo evidente cuando, en medio de su deterioro físico y emocional, Carla se desentendió de él, dejando a Pulido atrapado en una red de deudas y soledad. Su muerte, ocurrida el 23 de mayo de 1974, dejó a colegas y admiradores atónitos, cuestionando cómo un actor tan querido terminó en el olvido.
La Asociación Nacional de Actores intentó brindarle ayuda cuando su situación se volvió insostenible, pero fue demasiado tarde. Pulido, quien hizo reír y soñar a generaciones, murió rodeado de silencio, su legado empañado por la indiferencia. Su historia no solo es un recordatorio de la fragilidad de la fama, sino también de los devastadores costos de la generosidad mal correspondida. No permitamos que el nombre de Óscar Pulido se pierda en la niebla del olvido; su vida merece ser recordada no solo por su trágico final, sino por todo lo que entregó.